La paradoja del bienestar: entre rankings de felicidad y silencios profundos
¿Se puede clasificar a los países según el grado de felicidad de sus habitantes?
La pregunta encierra, desde el inicio, una dificultad evidente que conduce a otra pregunta aún más compleja: ¿qué es la felicidad?
Las respuestas pueden ser tan variadas como las personas consultadas. Sin embargo, es posible acercarse a una idea general, bordear un centro sin la pretensión de dar en él. Nivel de vida, propósitos claros y alcanzables, una vida afectiva ordenada...y probablemente podrían sumarse otros factores. La felicidad es una construcción personal y específica, que además varía con el tiempo y las circunstancias.
Pero, retomando la pregunta inicial, la respuesta es afirmativa: sí, existe un procedimiento que permite establecer una distinción entre países más o menos felices. Claro que la existencia de esta clasificación no la exime de cuestionamientos, ni de miradas escépticas o incluso desdeñosas.
Lo concreto es que, año tras año, este ranking se actualiza y se difunde. Desde hace tiempo, los países nórdicos —como Finlandia o Suecia— encabezan sistemáticamente la lista. Al parecer, han logrado cumplir con las condiciones que exige esa suerte de planilla en la que se evalúan los parámetros de la felicidad. ¿Cuáles son esos parámetros ?
La felicidad de los países se mide a través de una serie de variables clave que reflejan el bienestar y la satisfacción de la población. En esencia, se trata de evaluar cómo de bien están los ciudadanos en diferentes aspectos de sus vidas. Según el Informe Mundial de la Felicidad, factores como el PBI per cápita, la esperanza de vida saludable, el apoyo social, la libertad para tomar decisiones, la generosidad y la ausencia de corrupción son fundamentales para determinar el nivel de felicidad de un país. Además, la experiencia de emociones positivas y la ausencia de emociones negativas también juegan un papel importante. Pero eso no es todo, otros estudios también destacan la importancia del acceso a la naturaleza, la seguridad, la educación y la sanidad en la felicidad de las personas.
En conjunto, estos parámetros ofrecen una visión integral de lo que contribuye a la felicidad y el bienestar en diferentes sociedades. Es de suponer que los países que están a la vanguardia de este ranking han comprendido y estudiado estos factores, para luego transformarlos en políticas orientadas a la creación de entornos más propicios para la felicidad y el bienestar de todos .
Sin embargo, al examinar con más detenimiento las estadísticas que perfilan a estos países, surge una paradoja inquietante: los más felices del mundo —según los rankings— son también los que registran algunas de las tasas de suicidio más altas. ¿Cómo se explica esta contradicción? ¿No debería la felicidad funcionar como una barrera contra el sufrimiento extremo?
Una posible respuesta apunta a los límites de los indicadores utilizados. Como se expuso anteriormente , los informes sobre felicidad suelen basarse en variables como el PBI per cápita, la percepción de corrupción, el apoyo social o la expectativa de vida. Todos ellos reflejan condiciones materiales o estructurales, pero no necesariamente capturan el malestar íntimo, la angustia existencial o el sentimiento de vacío que puede instalarse incluso en contextos estables y prósperos.
Otra hipótesis sugiere que, en sociedades donde “todo funciona”, donde las necesidades básicas están cubiertas y la seguridad está garantizada, el sufrimiento puede volverse más difícil de expresar o incluso de justificar. La tristeza, en contextos así, puede vivirse con culpa o en silencio. Algunos estudios incluso plantean que cuanto mayor es la expectativa de bienestar general, más intenso puede ser el contraste para quienes no logran experimentar esa plenitud prometida.
No se trata, entonces, de invalidar las mediciones, sino de reconocer sus límites. La felicidad, cuando se mide en términos de eficiencia social, corre el riesgo de dejar por fuera a quienes sufren en silencio.
Otra variable a considerar es la cultura emocional. En las sociedades nórdicas, se valora profundamente la moderación de las emociones. Expresiones como el *lagom* sueco —que remite a lo “justo”, “adecuado”, sin excesos— reflejan una forma de vivir basada en el equilibrio, la contención y la sobriedad emocional. Esta actitud, aunque aporta estabilidad y orden, también puede derivar en una cierta represión afectiva: lo que no se dice, lo que no se muestra, lo que no se comparte.
En este tipo de contextos, las personas pueden sentirse incómodas mostrando vulnerabilidad, lo cual dificulta pedir ayuda o expresar sufrimiento abiertamente. Lo emocional no desaparece, pero se internaliza. La tristeza no encuentra canales sociales para manifestarse y, en algunos casos, se convierte en aislamiento. La cultura emocional, así, influye no solo en cómo se vive, sino también en cómo se sufre.
A esta dimensión se suma otra: el clima. Los países que suelen liderar los índices de felicidad están marcados por inviernos largos, fríos y con muy pocas horas de luz solar. Es sabido que la falta de exposición a la luz natural puede afectar la producción de serotonina y vitamina D, factores relacionados con el estado de ánimo. No es extraño que en estas regiones se registre una alta incidencia del trastorno afectivo estacional, una forma de depresión vinculada a los ciclos de luz.
Aunque estos países han desarrollado políticas para mitigar estos efectos —como el uso extendido de lámparas especiales o la promoción de actividades al aire libre cuando el clima lo permite—, el clima sigue siendo un condicionante silencioso, que incide en el bienestar psíquico de manera persistente y a menudo subestimada.
Con estas dos dimensiones —la cultura emocional y el clima— se complejiza aún más la idea de felicidad nacional. Lejos de invalidarla, estos factores muestran que los indicadores cuantitativos pueden pasar por alto lo invisible, lo íntimo, lo que no se mide pero se siente.
En definitiva, la felicidad —ese bien tan deseado y escurridizo— puede medirse, sí, pero solo hasta cierto punto. Los rankings internacionales ofrecen una mirada panorámica, útil para evaluar políticas públicas y condiciones de vida. Pero toda medición es una reducción, y en este caso, lo que se deja fuera del encuadre es justamente lo más esencial: la experiencia subjetiva.
La paradoja de los países nórdicos nos recuerda que el bienestar no se agota en el confort material ni en la eficiencia institucional. Que hay climas internos tan fríos como los externos, y emociones que no se dejan encuestar. Que el silencio emocional también tiene consecuencias, y que, a veces, la plenitud aparente puede esconder grietas profundas.
Quizás la pregunta más honesta no sea si un país es feliz, sino cómo se vive y cómo se sufre en él. Qué margen hay para la tristeza, qué redes contienen la caída, qué espacio se da al error, a la fragilidad, a lo que no funciona.
Porque más allá de las listas, las estadísticas y las clasificaciones, la felicidad —como la vida— no se deja encerrar del todo. Se escapa por los bordes. Y ahí, justamente ahí empieza lo más humano.

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