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Alguien se despide o Flores en el río

 







Alguien se despide o Flores en el río


Alguien se despide o Flores en el río es un cuento que escribí hace algunos años . Su inspiración fue una historia que escuché de niño y que regresó a mí una tarde de otoño o de invierno . Hacia frío y la plaza donde escribí las primeras líneas estaba vacía . 

Este breve prólogo al cuento tiene como fin destacar dos aspectos del proceso de escritura : el momento y el lugar donde escribimos y la fuente de inspiración . Quizás lo primero no sea tan relevante ; cualquier sitio será el apropiado cuando nos asalta la idea que servirá de punto de partida para escribir …escribir lo que se nos de en ganas escribir . Una tarde como la mencionada podría haber sido el aliciente perfecto a un espíritu poético , por ejemplo ; y feliz del que tenga ese espíritu, obviamente . En mí caso , y desconozco el motivo, esa tarde me traslado a mí infancia y a esas historias que escuchaba con tanta atención. Pero lo que quería destacar era la importancia de las fuentes de inspiración y para ello planteo una imagen ; una imagen un tanto romántica del acto de escribir : una hoja en blanco, una lapicera y las ganas de llenar esa hoja en blanco con palabras , y de pronto , las ganas que se diluyen por no saber sobre que escribir . De esto se deriva una sugerencia básica de escritura : indagar en las tradiciones , en esos relatos o leyendas que alguna vez nos deleitaron y escribir una primera línea . Y ese será el comienzo . Lo que escribiremos a continuación , la dirección que tome la historia, es impredecible , pero el proceso ya se habrá puesto en marcha . 



Alguien se despide o Flores en el río 


Primer día 



Cuando llegó, se hospedó en la única hostería que había en toda esa localidad. Estaba emplazada sobre una lomada y de espaldas al pueblo, al cual se descendía por un camino lateral. Solo había algunos huéspedes, como no podía ser de otra manera en los días posteriores a la caída de un fuerte temporal. Habían pasado cinco días. Cinco días de una lluvia copiosa intercalada con vientos que arreciaban. El hombre pidió una habitación sin saber por cuánto tiempo se quedaría. Traía consigo un equipaje modesto, un revólver que se colocó en la cintura y disimuló con una campera liviana, y también un reloj que dejó sobre la mesa de luz de la habitación.

     A media mañana del que sería su primer día en ese lugar, descendió por ese camino lateral al pueblo que había dejado veinte años atrás, días después de la caída de otro fuerte temporal. El peor de todos los temporales, según los registros. Podría haber regresado en cualquier época del año, pero tuvo miedo de que un invierno o una primavera de escasas lluvias atenuaran su recuerdo. El hombre quería recordar. A los recuerdos los había enfrentado, incluso, bajo una lluvia tranquila en la ciudad, parado sobre un puente.

Caminando por el pueblo y conversando con su gente, pudo enterarse de lo que había dejado a su paso el presente temporal.

—Lo de siempre —le respondieron—. Caminos anegados por un río otra vez desbordado, casas que por unos días debían abandonarse hasta que el agua bajase.

Pero, por encima de esas repetidas secuelas, se enteró de que la atención de los vecinos de Los Tarcos estaba puesta en el extravío de un cazador que se apellidaba Taberna. Al final de una calle supo que su nombre era Ismael. Ismael Taberna era el nombre del cazador extraviado.

Por un momento, el hombre masculló ese nombre; sabía de quién se trataba. Lo recordó enseguida. Lo imaginó entrampado en los cerros, buscando con desesperación una salida que lo llevara a su casa de nuevo. Demasiada agua y demasiado barro para ese chico de quince años. No pudo imaginarlo adulto . 

      El pueblo no había cambiado demasiado y, por consiguiente, no tuvo inconvenientes en orientarse y llegar a una casa que tampoco había cambiado demasiado con los años. Esa casa era el único destino cierto que tenía; la necesaria escala que debía hacer. Y lo era por una doble razón: disímiles y distantes razones. Aunque, en principio, una razón primaba sobre la otra. Era un recuerdo sobre otro recuerdo, disímiles también.

Los días siguientes, la vida siguiente, dependía de lo que le deparase la visita a esa casa. Mientras caminaba hacia allí, pensó en las dos posibilidades que podrían presentarse a partir de la confirmación —o no— de un solo dato: la visita a esa casa sería lo primero y último que haría en ese lugar y, en ese caso, buscaría olvidar. O, por el contrario, aquel temporal —el temporal de hacía veinte años— aún estaría ocurriendo, y aún estaría doliendo.

Más cerca de saberlo, se prometió que aceptaría con igual temple cualquiera de las dos posibilidades.

La casa tenía un tarco en su vereda y un jardín florido y bien cuidado entre una reja vieja y el comienzo de la casa. Cuando llegó y se detuvo en su frente, un perro que sacaba la cabeza por entre los barrotes de esa reja lo delató, y su ladrido le arrebató un grato recuerdo que asomaba. Solo un instante después la tuvo cerca, muy cerca suyo. El hombre la miró y le sonrió. Ella también lo miró y le sonrió.

Se alegró de reencontrarse con esa mujer llamada Helena, y se alegró aún más cuando no hubo necesidad de presentación. Helena lo reconoció enseguida, y él reconoció, en esa mujer de ojos azules, a Helena.

La visita duró cerca de una hora. Hablaron y se miraron mucho. Hablaron de ese pueblo, el de ahora y el de antes; de lo que había perdido y lo que había ganado con el tiempo. Hablaron de los padres del hombre. Aunque también hubo silencios y miradas esquivas. Durante la visita supo que Helena seguía en la finca de los Taberna, aún como empleada doméstica, y que, al hallarse sola, a veces dejaba que la noche la encontrara allí. Al hombre le sorprendió la soledad de Helena, pero no se arrogó el derecho a preguntarle un porqué.

También supo que el viejo, el propietario de la finca, aún vivía, y que el extravío de su hijo —su único hijo— lo mantenía en vilo día y noche.

Con Helena se despidieron complacidos por el reencuentro. Él le dijo que ya había decidido quedarse por unos días en Los Tarcos y se ofreció a acompañarla a su trabajo en los días siguientes. Helena aceptó y agradeció el gesto.

Al salir de esa casa, a solo dos cuadras, unos vecinos descargaban mercaderías de una camioneta. El hombre se detuvo a colaborar en esa tarea y, mientras lo hacía, pudo corroborar lo que ya le había contado Helena: el hijo de Taberna se había internado en los cerros aledaños antes del comienzo del temporal 

     Algunas de esas personas que colaboraban en el trabajo de recibir y clasificar mercaderías promediaban los cuarenta o cuarenta y cinco años. Una edad que les permitía hacer una comparación entre aquel temporal y los temporales que le siguieron, hasta llegar al temporal que los ocupaba ahora. El hombre se integró a la charla y cambió algunas impresiones con ellos. Alguien habló de promesas de obras incumplidas. El hombre apuntó que esas promesas caducaban y se renovaban en ciclos.

—Hay cosas que no parecen cambiar nunca —coincidieron.

El hombre los escuchó con atención, pero solo al cabo de unos minutos la conversación se fue retaceando hasta dejar, en su centro, un nombre y la impronta que tenía ese nombre en la historia de ese pueblo.

Una calle más adelante, un grupo de personas se aprestaba a emprender la búsqueda del cazador extraviado. En su mayoría eran jóvenes. También conversó con ellos. Sin embargo, por la edad que tenían, aquel nombre no parecía alcanzarlos. Ellos solo sabían que tenían que rescatar a una persona extraviada, y la posibilidad de hacerlo los entusiasmaba. Algunos de ellos demostraban conocer los cerros y todos sus accidentes; sabían a lo que se enfrentaban. Otros, en cambio, eran voluntarios deseosos de colaborar en esa búsqueda que daría comienzo horas después, justo antes del amanecer.

El hombre abandonó el pueblo para regresar a la hostería cerca de la hora en que la noche caía, y el color y los sonidos de esa hora desvanecieron los años que habían pasado. Ese primer día, en su viejo pueblo, encontró lo que su corazón le decía que podría haber encontrado. Era una de las posibilidades, y su propósito en ese lugar quedó fijado; se le reveló inexorable y claro. El propósito estaba; también el modo en que lo haría. Solo faltaba urdir las circunstancias. Nada había cambiado, todo seguía igual. El temporal todavía caía y dolía. En la hostería confirmó que permanecería por unos días más .


Segundo día      


En el segundo día, después de constatar que no había novedades respecto a la suerte corrida por el cazador, el hombre fue a cumplir con su promesa. Con Helena abordaron un ómnibus en la ruta y, en menos de treinta minutos, se bajaron a metros del portal de entrada a la finca. Como en el reencuentro del día anterior, buena parte del trayecto estuvo dominado por el silencio. Un silencio solo interrumpido cuando la iglesia vieja y las vías del tren, cubiertas de malezas, les recordaron otro tiempo.

Al llegar a la finca, se despidieron con un beso en la mejilla. Antes de emprender el regreso, el hombre caminó por todo el frente de la entrada a esa finca. Intentó mirar más allá de la tela que circundaba el lugar, más allá de la distancia y de las paredes que lo separaban del interior de esa vieja casona. Estuvo un buen rato observando, desde ese lugar, la escasa actividad de la finca: algunos empleados viejos y Helena, que salía de vez en cuando. La amplia galería con vista a los cerros estaba vacía. El hombre se retiró del lugar cuando Helena salió y se quedó mirando hacia los cerros desde esa galería.

Al regresar al pueblo, eligió hacerlo por un camino vecinal en desuso. Años atrás, había sido el camino que a diario transitaban sus padres y compañeros de trabajo para dirigirse a la finca. El camino bordeaba el río y, en algunos tramos, se acercaba tanto que, al primer desborde de ese río furioso, quedaba anegado. Para llegar al pueblo había que cruzar un puente: el puente viejo, como se lo conocía en el lugar. El hombre avanzó por el camino, sorteando como pudo sus partes anegadas, hasta llegar a ese puente. En él se detuvo sin importarle el tiempo. Lo hizo para mirar un cielo nuboso que empezaba a rasgarse sobre un paisaje aún dominado por el agua. Y solo se entregó, dejando que los recuerdos lo llevaran.

Desde ese lugar miró los restos de un caserío, y un tarco imponente le señaló el sitio donde alguna vez estuvo su casa. Desde esa distancia, los restos de esas casas parecían tumbas de un cementerio olvidado. El hombre recordó el día y la hora en que el río lo expulsó de ese lugar. Pudo verse: tenía quince años y solo algunos días de una profunda soledad. Recordó a los resignados que partieron junto a él, y también recordó a los rebeldes, a quienes el río no les perdonó, clausurándoles para siempre las puertas y ventanas de sus casas.

Caminó y cruzó el puente sin dejar de mirar hacia atrás. Avanzó por ese camino vecinal por donde hacía tiempo no caminaba nadie. Solo coincidió, en un tramo, con un vecino que, al pasar a su lado, lo miró con desconfianza. Delante suyo, a una distancia que se ampliaba por el tamiz opaco de la tarde, caminaba una pareja. Caminaban tomados del brazo, vestidos de negro los dos. Y en él, otro recuerdo fue cobrando forma. Después de una curva mínima que hacía el camino, se sorprendió al no verlos más, y el recuerdo que asomó por un momento se perdió.

Entró al pueblo al caer la tarde y fue recibido por el canto de los grillos. Eran muchos. Eran todos los grillos del lugar, que parecían compensar años de silencio de grillos que había tenido.

Ya internado en el pueblo, creyó tener una visión, y ese recuerdo que había asomado y se había perdido en el camino se le reveló. **No pueden estar vivos**, pensó. Sin embargo, bajo la luz amarillenta y pobre de una de las esquinas del pueblo, como saliendo de la noche a su encuentro, o quizás esperándolo, una pareja de viejos se detuvo frente a él.

Los Benavides estaban tal como el hombre los recordaba: siempre tomados del brazo, siempre de negro, siempre viejos. La tez blanca, rugosa que tenían, resaltaba por el negro de sus vestimentas. El hombre miró sus ojos, invariables con los años, apagados y nubosos: un miedo infantil lo asaltó. La vieja le dio un beso sin soltarle la mano, como si hubiera sido ella la testigo de una aparición.

—Nos enteramos de tu regreso por Helena —le dijo el viejo, mirándolo con una mezcla de sorpresa y alivio.

—Y estamos para lo que necesites... —añadió, haciendo una pausa.

—Estaremos por acá —dijeron ambos, casi al mismo tiempo, como si lo hubieran ensayado.

Sin despedirse, se marcharon por el mismo camino que el hombre acababa de recorrer.

Él abandonó ese pueblo de calles vacías y retomó el sendero por el que había bajado. Cuando llegó a lo más alto, miró ese pueblo moribundo y a esas dos siluetas entrelazadas, caminando despacio hacia ningún lado. Recordó a un amigo suyo, cuando un día le dijo que esos viejos no vivían en ninguna parte y que podían estar en todas partes; y que no había nada que ellos no supieran: sabían todo lo que había pasado y todo lo que pasaría en ese pueblo.


Tercer día   


El tercer día también bajó al pueblo. Era domingo, y un viento más templado le trajo la voz de su madre diciéndole que ya no llovería más. Ese día a Helena solo la pensó.

Se acercó a una escuela, la escuela de sus primeros años, convertida ahora en albergue para esas familias expulsadas por la inundación. Los ayudó en la pesada costumbre de retornar a sus casas.

Con una familia llegó a una casa precaria, con un patio todavía inundado y con las paredes marcadas por el agua. Unos jóvenes padres, de mirada apenada pero de brazos inquietos, comenzaron a devolverle a esa casa su vieja forma. Una forma familiar y reconocible para un niño que llevaba y traía un barquito de papel por el patio.

El hombre los ayudó en lo que pudo. Luego los abrazó, los sintió íntimos y se despidió.

Caminó hasta llegar al puente y revivió un viejo juego: arrojaba al río una rama seca desde un costado del puente, y luego corría hacia el otro costado para acertarle una piedra. Entre la primera rama acertada con una piedra y la última, notó una leve diferencia, una leve diferencia de tiempo en la tardanza de la rama al pasar por debajo del puente. Pensó que el río comenzaba a ceder.

Cuando se dispuso a dejar el lugar, advirtió que los Benavídez lo estaban observando. Estaban parados en el comienzo del puente, como si hubieran sido testigos de las dos horas que había jugado el hombre.

Se saludaron cuando coincidieron con las miradas. Los Benavides avanzaron a paso lento por un camino que solo tenía como destino el cementerio que estaba en un alto. Él dejó ese puente, y al seguir caminando, también fue dejando aquellas tardes de la infancia.

Las calles, sin un alma, como dejan a todas las calles las tardes de domingo, se le fueron abriendo hasta que se encontró frente a la casa de Helena.

Ella asomaba por una ventana. No había sido algo deliberado llegar hasta allí.

¿Era domingo también aquella tarde?

Era domingo porque no había nadie en las calles, y tampoco en el mundo.Solo estaba Helena, asomada a la misma ventana.


Cuarto día       


  Al bajar al pueblo al cuarto día, percibió un movimiento inusual en las calles. Aún no había noticias sobre el hijo del viejo, pero se había instalado con fuerza el rumor de un cadáver avistado en algún tramo del río.

 Con Helena repitieron el trayecto en ómnibus, pero no repitieron el silencio. El hombre le contó sobre el rumor que había escuchado en el pueblo; ella lo miró fijamente.

 —A tus padres los dejaron solos —le dijo.

 —No eran tiempos fáciles para hacer reclamos —le respondió él, después de una larga pausa.

Hacía muchos años que el hombre había exculpado a los callados, a los indiferentes, y también a los cómplices. Ese cuarto día, dilató la despedida con Helena en una conversación trivial sobre el tiempo.

Al volver al pueblo lo hizo nuevamente por el camino vecinal. Bordeó el río y pudo observar, a lo largo de su recorrido, a numerosas personas que, expectantes, miraban su curso.

 Al llegar al puente viejo había más personas aún. En silencio, parecían disputarse la confirmación de aquel rumor.

 En los Tarcos ya nadie miraba hacia la senda por donde, días atrás, el cazador se había internado en los cerros. Todos miraban al río.

Al caminar por el puente, escuchó la conversación entre dos jóvenes sobre el cadáver y los cadáveres que había arrastrado ese río. Escuchó también decir a alguien que alguien le había contado que el cadáver ya había sido encontrado.

Cerca del final del puente, mirando hacia un lugar donde nadie miraba, estaban ellos, los Benavides.

 El hombre se acercó y los saludó. El viejo respondió el saludo y, sin más, le contó que estaban parados en el mismo lugar desde donde, según la policía, sus padres se habían arrojado, decidiendo, de esa manera, que lo mejor no era seguir viviendo.

La versión policial fue única y definitiva, silenciando con ello toda objeción. Nadie preguntó nada, y a las preguntas de un muchacho de quince años, nadie las respondió.

 —Cada quince de marzo, desde hace veinte años, dejamos caer flores al río —agregó la vieja.

El hombre les agradeció, y a continuación les mencionó el rumor que, a esa hora del día, parecía ya estar diseminado por toda la localidad.

 La vieja le respondió que siempre, después de cada temporal, alguien hace correr la voz sobre un cadáver flotando en el río.

 —Y no falta el vecino que asegura que el infortunado ya se despidió de sus seres queridos —dijo la vieja, para después agregar que se trataba de una vieja y conocida historia de este lugar, que era contada como nueva después de cada temporal.

 —Seguramente también la conocés, porque sos de este lugar —dijo el viejo, en un tono que instigaba a que el hombre la recordara.

Antes de marcharse y perderse por el camino vecinal, los Benavides le pidieron al hombre que le recordara a Helena que pronto la visitarían.

 —Decile a nuestra hija del corazón que pronto la visitaremos —dijo la vieja.

Alguna vez, en otro tiempo, los Benavides también habían llamado hijos del corazón a los padres del hombre, quien permaneció un momento en el puente para observar cómo ese río engañoso expulsaba y volvía a tragar ramas de árboles y animales muertos; aunque la fuerza declinante del agua ya los dejaba en la superficie durante largos minutos, expuestos a la vista de los curiosos.

 Con la expectativa rota, las personas seguían con la mirada a esa rama de un árbol que, ya lejos, parecía engañarlos de nuevo.




           Quinto día 


   Al quinto día, en ese breve viaje que hacía junto a Helena, el hombre indagó sobre Taberna. Helena, entre otras cosas, le contó que, hacía dos años, el viejo había sufrido un infarto. Este percance lo había apartado del manejo de la finca y, por supuesto, lo había incapacitado para contingencias como la presente.

—En otro momento habría salido él mismo a buscar a su hijo —le contó Helena—. Es por eso que confía en la pericia de cazador de Ismael, en esas personas que salieron a buscarlo... y también en Dios. Reza a toda hora y lo hace en voz alta, como exigiendo que Dios lo escuche. A mí también me gustaría verlo entrar de nuevo a la casa, pero ya comencé a resignarme. Me duele no haberme despedido de él —concluyó Helena.

Se despidieron como en los días anteriores. El hombre cumplió con el encargo que le habían hecho los Benavides.

—Los estaré esperando —le dijo ella.

Él quiso decirle algo más, pero se abstuvo de hacerlo. Helena caminó unos pasos y, al volverse hacia él, le sonrió. Le sonrió, quizás, desde esa adolescencia apenas vivida, mezquinada, pero que le era devuelta, plena, en la duración de esa sonrisa. Era la sonrisa de siempre, a pesar de que le quitaba tersura a un rostro todavía armonioso. Helena ingresó a la finca. El hombre, de nuevo, se preguntó por el motivo de su soledad y no pudo comprenderla. ¿Cómo era posible que esa mujer hubiera quedado sola?

El hombre regresó por el camino vecinal, aunque ese día se detuvo frente a los indicios de que pronto ese temporal, como todos los anteriores, sería un recuerdo.

El río comenzaba a replegarse, y en ese movimiento dejaba grandes charcos. En las zonas arboladas, y por efecto del sol que se filtraba por el follaje, eran charcos claroscuros que espejaban el entorno en sus partes oscuras. El hombre se detuvo frente a uno de esos espejos para mirar, como se mira algo por primera vez, un cielo azul cruzado por golondrinas, y también a los árboles. Árboles jóvenes y viejos, enhiestos algunos, torcidos por el viento y el agua otros. Antes de avanzar, el hombre rompió el engaño empujando una piedra con sus pies. Y el charco volvió a ser charco.

Unos pasos más adelante, un grupo de jóvenes desafiaban a ese río en retroceso. Eran cinco jóvenes de no más de diecisiete o dieciocho años. Se ubicaron uno detrás de otro y, sujetándose por los brazos, intentaron avanzar. Pero después de dos intentos desistieron de hacerlo. La corriente aún tenía fuerza para intimidar al más osado. Los jóvenes se marcharon, pero dejando en el aire la promesa de volver y doblegarlo al fin. El hombre siguió su camino imitando el trino de un pájaro que creía olvidado. Más adelante, y con el rumor del río en sus oídos y el trino en sus labios, eligió un camino diferente para entrar al pueblo.

En ese lugar había una imagen en yeso de María Auxiliadora. La imagen, de sonrisa suave, estaba levemente inclinada hacia adelante, aparentando caminar entre las flores que los devotos dejaban a sus pies. Cuando el hombre llegó hasta ese lugar, había algunas personas musitando plegarias.

El credo de los habitantes de Los Tarcos estaba compartido por esa imagen y las historias que el hombre había recuperado días atrás. En ese rincón de flores y rezos también estaban ellos. Sentados en un tronco caído, los Benavides invitaron al hombre a sentarse.

—Pensábamos en el hijo de Taberna. ¿Pensaste en él alguna vez? —le preguntaron.

El hombre les respondió que sí, que sí había pensado en él, y que no podía entender cómo un cazador, ante la inminencia de un temporal, había decidido quedarse en los cerros.

—Perderse fue una decisión —dijo la vieja.

—Y lo hizo por todos los cadáveres que arrastró el río —aventuró el viejo—. Porque es mejor perderse para siempre que terminar en una tumba cavada fuera de un cementerio —concluyó.

—Siempre supimos que un día volverías, y también el motivo que te traería de nuevo por estos lados. Te estábamos esperando. No estás solo. Nunca estuviste solo —le dijo la vieja, mientras el hombre miraba en dirección al cerro.

—Volví por Taberna —respondió seguro el hombre, y, recordando la primera conversación que había tenido con ellos, agregó que solo necesitaba que alguien le abriera una puerta.

En la hostería, el hombre dispuso en su bolso la ropa y el revólver, y lo dejó sobre la cama. En su muñeca se colocó nuevamente el reloj que había dejado sobre la mesa de luz. Horas más tarde se dirigió a ese rincón de flores y rezos donde había convenido encontrarse con los Benavides. Desde allí, y después de hacer una reverencia a María Auxiliadora, los tres partieron. A poco de comenzar el recorrido, los Benavides flanquearon al hombre y lo tomaron del brazo. Comenzaron a contarle lo que el hombre siempre supo; aun así, él les prestó atención.

Le hablaban al mismo tiempo, como solían hacerlo ellos. Por momentos, sus voces le resultaban cercanas; por momentos, parecía que la brisa de la noche, aún fragante a tierra mojada, las llevaba lejos, hasta convertirlas en algo parecido a un silbido.

De ese modo, tomados del brazo los tres, atravesaron el camino vecinal hasta llegar al puente viejo. Un puente cruzado por un río que tardó en llevarse una flor que el hombre dejó caer a su lecho. En solo cuestión de horas, su fuerza había menguado. Ya no era el mismo río.

Llegaron a la finca de los Taberna después de la medianoche. Los Benavides se adelantaron y entraron por una puerta lateral de la casona. El hombre se detuvo frente a la puerta de entrada y golpeó tres veces. Fue Helena quien le abrió la puerta, le acarició el rostro y lo besó. Para el hombre, el primer beso. Ese beso que había quedado pendiente de otro tiempo. Helena lo tomó de la mano y lo llevó hasta el comienzo del pasillo que conducía a la habitación del viejo. El hombre avanzó por un pasillo en penumbras y se detuvo a unos pasos de la entrada al dormitorio para ser solo una sombra. El viejo se había incorporado de su cama, miró la sombra que el hombre era y sonrió. El hombre miró su posterior agonía.

Al viejo lo sepultaron al día siguiente. A su entierro asistieron algunos empleados de la finca, un pariente lejano y también los Benavides.

Ellos fueron los últimos en retirarse, después de recorrer algunas tumbas de ese cementerio recordando a quienes estaban sepultados. Era casi de noche cuando lo hicieron, y los grillos cantaban solo para ellos, que caminaban como siempre.


Hugo Arce 


 





























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