El lunes 21 de abril murió el papa Francisco. La noticia de su muerte fue difundida desde el Vaticano en un breve mensaje: "Francisco partió a la casa del Padre", dijo un consternado cardenal.
Aunque presentaba un delicado estado de salud, debido a un complejo cuadro clínico, la causa que determinó su muerte fue un derrame cerebral.
Tenía 88 años y su pontificado había comenzado una tarde, cuando se dirigió a una plaza de San Pedro colmada de fieles para presentarse como el papa que había venido desde el fin del mundo. Formado en la congregación religiosa Compañía de Jesús, adoptó el nombre de Francisco, inspirado en la figura y vida de San Francisco de Asís. Era la tarde del 13 de marzo de 2013.
Había partido, días antes, de Buenos Aires con destino a Roma para integrar el cónclave que designaría al sucesor de Benedicto, el papa renunciante. El viaje, probablemente, tenía fecha de regreso y ningún otro anhelo que reanudar la vida que había dejado en su querida arquidiócesis. Sin embargo, Dios le tenía reservado, al por entonces cardenal Jorge Bergoglio, otro lugar en la Historia. El cónclave de cardenales, del cual formaba parte, decidió consagrarlo como el papa número 266 de la Iglesia Católica.
El lunes 21 de abril, millones de personas, sin distinción de nacionalidad, religión o clase social, se conmovieron o guardaron un respetuoso silencio ante una noticia que no tardó en tener impacto mundial. A esa conmoción inicial le siguieron las semblanzas, donde resonaron —y resonarán por siempre, como las campanadas de Notre Dame— palabras como sencillez y cercanía. El papa que había venido desde el fin del mundo se fue convirtiendo, en su caminar infatigable, en el papa de los pobres. Abrazado al Evangelio, Francisco fue un hombre que pensó y creyó en el hombre, en sus posibilidades para generar paz y equidad, y, sobre todo, se destacó por extender su mano y dedicar su tiempo de oración al ser humano que se encuentra en la periferia. Basta con traer al presente la cuestión de los migrantes, una problemática que lo confrontó de lleno a poco de comenzar su pontificado.
La altura que alcanzó en este sentido quedó proyectada en la conmovedora despedida que tuvo, y son estrechos o nulos los márgenes para el cuestionamiento.
Pero también es cierto que, debido al lugar que ocupaba —un lugar de absoluta visibilidad—, cada palabra que pronunció, cada paso que dio, cada gesto que tuvo, dio lugar a una voluntad por definirlo o clasificarlo; políticamente, por ejemplo. En nuestro país, su decisión de dejar en un suspenso permanente su visita, o el vínculo —o la ausencia de este— con figuras políticas, abrió conjeturas, adhesiones y rechazos. Quizás por esta razón conviene señalar también que, en su peregrinar como sumo pontífice, atravesó zonas de claroscuros, consecuencia de lo antes sugerido: el lugar de preponderancia y notable influencia que le tocó ocupar.
Las controversias que la figura de Francisco pudo haber generado son reales. Sin embargo, no logran ensombrecer una personalidad que alcanzó y rozó corazones en todo el mundo.
El lunes 21 de abril del presente año murió Francisco, el papa sudamericano, el papa argentino. Detrás suyo quedó trazado un camino.
En los próximos días, un nuevo cónclave designará a su sucesor. Un nuevo papa que tendrá su propia personalidad y estilo. La pregunta que se impone en los medios y acrecienta la expectativa sobre lo que sucederá en ese cónclave es si la designación recaerá sobre un cardenal que continúe la línea de pensamiento de Francisco o, por el contrario, si el elegido será un cardenal que represente al sector más conservador del Vaticano. Esto quedará dilucidado en los próximos días.
Por ahora, no parece tener fin el eco de las 88 campanadas que la catedral de Notre Dame le dedicó a Francisco en el día de su muerte.
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